El sábado 27 de febrero me desperté con un sobresalto. El celular, aún en mi día de descanso, no paraba de sonar. Pensé, entre sueños, que era la alarma que todos los días me obliga, muy a mi pesar, a levantarme. Sin embargo, se trataba de un mensaje noticioso: "Temblor en Chile de 8.8 grados Richter".
Me dejó sin habla. Me levanté con la premura de encender la televisión y ahí estaban las primeras imágenes del terremoto, de las casas caídas, de las familias buscando, de los enterrados, de la tierra furiosa sobre sí.
No pude más que pensar: "el mundo nos está combatiendo, le hemos hecho tanto daño, nos hemos convertido en una plaga tal, que ahora busca cómo deshacerse de ella".
Me sentí avergonzada de mis propios pensamientos, pero franca.
Me sentí avergonzada de formar parte de esta destructora especie en la que nos hemos convertido.
Me atemoricé. Primero Haití el 12 de enero, su destrucción recorrió el mundo. Ahora Chile. Ayer Taiwán. La tierra se mueve bajo nosotros.
El reloj avanza.
Sin embargo, las flores siguen creciendo afuera, los pastos rompen el cemento y abren sus hojas sin explicación, las aves cantan y mi hermosa gata Camila duerme a mi lado, a veces soñadora y otras alerta ante la más mínima vibración para que la grieta no nos devore.
Los Cadillacs
Hace 15 años.
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